GALERÍA JAVIER SILVA  

   

   

   

ARTISTAS /Artists

ojo azul vencido por el ojo ardiente

_Luis Cruz Hernández

05.10 - 14.11.2013

 

 

 

 

«El signo del Humor (sí, con mayúsculas), ha permitido mantener una separación gradual con los adictos del esqueleto: en la idea y la obra artística (que es la vida que se confunde a sí misma) encontraremos la mudez, la implacabilidad de lo que resuena sin decir nada; en el otro lado, o bien alrededor, en una órbita elíptica, estará el gesto irritado de la Crítica, la Interpretación Sesuda y el Principio de Esterilidad.

Como estamos acostumbrados por tradición a focalizar el punto de origen en la chispa divina, muchos no han dudado en sonrojarse ante una cuestión que es la gran hoja de cuchillo del arte: que existe para nada. Y gracias a esta pérdida calórica de obligación metafísica, ha podido perdurar.

Esto nos conduce al hecho relevante: estos últimos cuadros de Luis Cruz (como si en realidad, no fuese un continuum). A todo este prefacio acompaña, que surge también de sus gestos burlones, una trayectoria (siempre vital) de colocarse por y para la superficialidad, pues creo que su única intención es ser, en efecto, superficial, es decir, ser bidimensional, ser como sus cuadros, que anulan el yo y la cosa: a un nivel íntimo con lo que se hace, unión sangrante con la materia (¿y no es acaso la materia, lo indecible, lo inexacto, lo que palpita en bruto, en lo único que podemos confiar?).

Ahora, miremos los cuadros (no sus cuadros, porque no hay separación de identidad): ¿me arriesgaría a decir que, de algún modo, está lanzando una advertencia contra todos los fariseos de la Crítica? ¿no son extraños, esos cráneos de sonrisa inquietante? Esto que diré no suspenderá el sentido del cuadro, ni tampoco, extraerá las palabras muertas: los significantes de manual. Lo que yo contemplo en este conjunto de cuatro vanitas (a ellas se refiere vía telefónica) es de una jocosidad múltiple. Los cráneos, tal y como están angulados, de frente, penetrantes, dirigidos al encuentro con nuestros ojos, parecen revelar que la concavidad ve mejor por que no ve (o lo que es lo mismo, expresa mejor porque es incapaz de hablar).

Esta muralla ósea, que se jacta de la Interpretación, pues no hay nada más ilegible que el estatismo de un cráneo, protege, detrás de su occipital, el mundo de la superficialidad, el vaho de indeterminación que Luis, perspicaz, transforma en una estampa desteñida de viejos parajes exóticos (que hasta que el capitalismo no transformó en estercoleros, eran los lugares habitados por el deseo y, en la pintura, siguen existiendo).

De estos mismos cráneos surgen, como parte de su estructura, figuras liliputienses, de aspecto meditabundo, ¿qué hacen? Bien, ¡no nos olvidemos! ¡no es un cráneo cualquiera, es un cráneo de pintura!

 

 

Además, recordemos que los orígenes etimológicos y culturales de la idea de vanitas se encuentran en las palabras del Rey Salomón: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. El término, desgastado como el mismo tópico para desengañar la mirada (aunque, originariamente, sólo para la mirada del cristiano), menospreciaba la superficialidad del mundo; o sea, que la pintura barroca ya no es la mentira, sino todo lo contrario, astuta estratagema, que planteaba un desvelamiento de la ilusión de la realidad: verdad y tiempo son los ejes de las vanitas barrocas: ojo pineal, Imperio dilatado. Mirar, a efectos, muestra la mortaja en la que se convertirá el cristiano.

Luis Cruz parece decirnos lo siguiente: no es que el ojo no sea la herramienta para mostrar los artificios ocultos; es la retórica del significado, la crítica con la que se tienden las manazas con ondas de guijarros: esta serie de cuadros invitan a la Pasión por la superficialidad. No es que la pintura sea el engaño, ¡es el mundo, al que revierte, al que muestra como falso! ¡es tan falso este mundo que está preocupado por recordarnos una y otra vez el sacrificio de su verdad! El linaje entre la Vulgata y los textos apocalípticos de los historiadores del Arte siguen en la misma senda: el contrabando de significados (siempre) para causas canónicas mayores.

Y en los cuadros de Luis Cruz no hay nada de eso: hay órganos fragmentados, piezas de un puzzle sin intención de completar, señuelos perceptivos (como la mano que sostiene un cigarro cuyo humo, que se pierde entre el fondo, se confunde con la estela de una nube) y la gran vasija kitsch que funciona como una doble profundidad de la pintura; o bien es una gran broma, o es que nuestro mundo depende sólo del grado de convexidad de nuestros ojos. También están esos paisajes, suspendidos, medio nocturnos y envejecidos, algunos en los que sus personajes, o bien se están adentrando al cuadro o es que en realidad se quieren salir de él, o bien ni lo uno ni lo otro, y están cogiendo una barca para hundirla en el momento posterior, o bien es que los personajes tienen como torso una lancha. Finalmente, lo que nos queda es el placer íntimo: el de quien pinta, el de la pintura y el de la pintura que nos dice. Y nosotros no podemos si no aprehender lo vivido.

En nuestra época actual que nos pide, venga de quien venga la opción, el recuerdo al compromiso y la obligación (es decir, llenarse la boca de babas), resulta satisfactoriamente narcótico que la pintura nos pueda dejar en paz. Luis Cruz sabe, atrincherado en su torre de divertimentos, que el arte puede dar la espalda a la servidumbre que otros tantos quieren convertir en una función subsidiaria. Por fin, entre tanto ruido mundano y concursos de peroratas, algo tan vulnerable como un cuadro se atreve a decir: Aquí estoy, en mi mudez. No quiero vuestras explicaciones.

Julián Cruz

 

 


 

 

 

 

  

 

 

Catálogo | Luis Cruz Hernández

 

 

 
 

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